Nací, aunque uno de eso nunca se acuerda, en Bilbao. Allí mi padre, malagueño, trabajó como emigrante interior durante dieciséis años. Y éste es sólo un relato subjetivo que pretende no ser engañoso, y poco más…
Mi padre siguió trabajando en la construcción, de acá para allá, hasta jubilarse. Pero mi madre, que se ahogaba en el Norte hasta enfermar, nos devolvió a mi hermano y a mí a su Málaga de origen cuando mi hermano tenía cuatro años y yo seis...
Sí que me acuerdo de aquel viaje en tren que duró un día completo. Me acuerdo de cómo miraba por la ventanilla el paisaje que se reflejaba como una película que marcaría, quizá, mi afición por el cine y los viajes. Tuve tiempo sobrado, cuando aquella madre se adormilaba con mi hermano sobre sus piernas, tan sola sin el padre de sus hijos en el tren de aquellos años, para transitar por los vagones de segunda y tercera clase. Vagones como contenedores extraños llenos de hombres de piel morena que hablaban otro idioma, lejos de los coches-cama y del vagón restaurante, como una metáfora del tren de la supervivencia en el que habría de subirme años más tarde…